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jueves, 9 de diciembre de 2010

EL DIA QUE COMPRE MI LIBERTAD


Durante dos años de mi adolescencia trabajé en la carpintería con mi padre. Cargué tablones, ayudé a fabricar muebles de estilo, aspiré aserrín en cantidad industrial y me rebané parte de dos dedos de la mano derecha con una moladora. Durante ese tiempo, le pregunté a mi padre si le gustaba su oficio. “¿Quién trabaja de lo que gusta?”, me dijo, y agregó: “mi sueño era ser el dueño de una ferretería, pero nunca se dio”. Fin del diálogo.


El siempre fue un hombre de pocas palabras, trabajador, de esos que llegan a la fábrica media hora antes de las seis de la mañana y solo se detienen para tomar un café al mediodía. A la hora de mantener una familia, no hay había mucho tiempo para cuestionarse las profundidades de la vida.


Al poco tiempo, empecé a enviar mis dibujos a algunas editoriales. Algunas muy amables me contestaban que por el momento era imposible, y otras, me ignoraban por completo. Finalmente, un flamante periódico que acaba de salir, me concedió una entrevista. Presenté mis bocetos y me contrataron por unos treinta dólares mensuales. Era el primer sueldo que ganaba como fruto de mi propio talento, por aquello que si me gustaba hacer y que estaba lejos del aserrín de la carpintería. 


Ese dinero tenía otro sabor, digo, me lo había ganado en buena ley, dibujando, creando sobre el papel blanco. Era el pago por una tira cómica titulada “El mosquito Mel”; hoy mis hijos se ríen de mi primer personaje de ficción.


A partir de allí pasé por varias publicaciones más y de a poco fui aprendiendo el oficio del diseño gráfico y hasta hice mis primeros pasos con algunas notas periodísticas.
Por aquel entonces tenía 16 años, y fue cuando por primera vez estuve consciente que quería comprar mi libertad. Cuando me dije que si lograba capitalizar mi talento, ya no tendría que trabajar para otros, o aceptar que alguien decidiera cuánto valía una hora de mi tiempo.

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